Empezaron a crecer juntas,
envueltas en un manto verde y suavemente aterciopelado. Pese a ello,
no se conocían. Aumentaban de tamaño por momentos y apenas tenían
espacio, pero estaban a buen recaudo porque el suave manto se
convirtió en una corona de duras espinas. Llegó un momento en el
que se rompió la seguridad de su refugio y cayeron al suelo,
brillantes y libres. Se miraron y ambas mitades pensaron lo mismo. Habían estado confinadas a la fuerza pero ahora eran libres de
elegir su destino y decidieron confitarse juntas, tener un dulce
final pero por decisión propia.
No lejos habitaba una loca
gaviota. Amaba las puestas de sol pero su espíritu aventurero la
incitaba a volar al este, quería conocer el lugar donde nacía el
sol, ése que todos los días ella veía morir. Era un largo y duro
viaje, pero estaba decidida a ello. Un día, mientras rebuscaba
alimentos, vio una cabaña que tenía la ventana abierta. Osada voló
hasta el alféizar donde se posó. Observó, bien atenta, y vio que
en la cabaña, sobre una mesa con mantel de cuadros verdes y azules,
había un buen plato con algo que olía a dulce pero que ella
desconocía lo que era. Con recelo dio un salto a la mesa y,
nerviosa, picoteó el manjar. Increíble la dulzura de aquello, tan
diferente al sabor de los peces. Sin perder un segundo y ante la
peligrosa situación que le podría acarrear su invasión, engulló
por completo el contenido del plato. Las castañas confitadas.
Tras un ligero reposo, se vio
llena de energía. Decidió entonces que ahora o nunca y, cuando el
sol pintó de ocre el cielo, echó a volar, rumbo al este, en busca
de ese sol que siempre deseó. Estaba segura que llegaría sobrada de
fuerzas.
A veces, el encierro obligado
y las espinas, son simplemente una camuflada ayuda para empujarte a
volar...