lunes, 6 de abril de 2020

La parábola de la gaviota y las castañas

Empezaron a crecer juntas, envueltas en un manto verde y suavemente aterciopelado. Pese a ello, no se conocían. Aumentaban de tamaño por momentos y apenas tenían espacio, pero estaban a buen recaudo porque el suave manto se convirtió en una corona de duras espinas. Llegó un momento en el que se rompió la seguridad de su refugio y cayeron al suelo, brillantes y libres. Se miraron y ambas mitades pensaron lo mismo. Habían estado confinadas a la fuerza pero ahora eran libres de elegir su destino y decidieron confitarse juntas, tener un dulce final pero por decisión propia.
No lejos habitaba una loca gaviota. Amaba las puestas de sol pero su espíritu aventurero la incitaba a volar al este, quería conocer el lugar donde nacía el sol, ése que todos los días ella veía morir. Era un largo y duro viaje, pero estaba decidida a ello. Un día, mientras rebuscaba alimentos, vio una cabaña que tenía la ventana abierta. Osada voló hasta el alféizar donde se posó. Observó, bien atenta, y vio que en la cabaña, sobre una mesa con mantel de cuadros verdes y azules, había un buen plato con algo que olía a dulce pero que ella desconocía lo que era. Con recelo dio un salto a la mesa y, nerviosa, picoteó el manjar. Increíble la dulzura de aquello, tan diferente al sabor de los peces. Sin perder un segundo y ante la peligrosa situación que le podría acarrear su invasión, engulló por completo el contenido del plato. Las castañas confitadas.
Tras un ligero reposo, se vio llena de energía. Decidió entonces que ahora o nunca y, cuando el sol pintó de ocre el cielo, echó a volar, rumbo al este, en busca de ese sol que siempre deseó. Estaba segura que llegaría sobrada de fuerzas.
A veces, el encierro obligado y las espinas, son simplemente una camuflada ayuda para empujarte a volar...