Llevo más de la mitad de mi vida de hospital en hospital, siempre con algún hueso roto o medio escacharrao. Rara es la parte de mi esqueleto que no tiene algún tornillo, clavo o cerclaje. Pese a lo que pudiera parecer, los médicos me dicen que tengo una salud envidiable, pese a mi azarosos y agostados años. Dicen que de calcio estoy magnífico y que es por ello el que me recupere tan pronto de mis intervenciones quirúrgicas. Algo inexplicable.
Hace unos años, en una excursión que hice por los Pirineos, me encontré un gorrioncillo aún desnudo, muerto de frío y que no paraba de piar. Se ve que se había caído del nido. Lo recogí y me lo traje a casa donde lo cuidé y mimé con sumo esmero. Lo quiero como si lo hubiera parido, pese al trabajo que me da porque caga como una persona mayor.
Hace unos días pasó por casa mi entrañable amigo Manuel Muñoz López, maestro cetrero de reconocida fama. Empezamos a compartir unos botellines, sólo los botellines puesto que los personajes como nosotros solemos llevar siempre encima un kit básico de supervivivencia, abridor incluido. Manué empezó a dar una charla increíblemente ilustrativa sobre las aves rapaces, disfruta el joío hablando del tema. Al poco, la conversación derivó sobre el último pavo que había sacrificado y que, plumas aparte, pesó 17 kgs. Ya empezaba a picarme la moral, puesto que sólo hablaba él y quise enseñarle mi gorrioncillo.
Le dije ar Manué que me acompañara a la terraza, que le quería enseñar mi gorrión, que ya andaba el puñetero con cerca de 7 kilos. Nada más verlo a mi amigo se le pusieron los ojos como platos y exclamó:
-¡Juer, eso es un Gypaetus barbatus!
+¡¿Qué dices Manué, con la tajá?!, contesté yo.
-Oñío, Caífa, que eso no es un gorrión, eso es
¡UN QUEBRANTAHUESOS!
Mardita zea mistampa, ahora lo entiendo todo...